*Benjamín Marticorena
El estado del desarrollo científico y
técnico y de sus impactos sociales muestra una dicotomía. De un lado, la
producción de nuevos conocimientos sobre la naturaleza (ciencia) y sobre su
transformación (tecnología) para conferirle valores de uso, se da a una
inusitadamente alta velocidad. Y, del otro lado, el conocimiento acumulado en
los tramos más recientes de ese acelerado crecimiento científico tecnológico (que
lleva ya unos sesenta años desde su inicio a mediados del siglo pasado) es tan
vasto que resulta imposible aprehenderlo con beneficio social general si la
sociedad continúa siendo, como lo es hasta hoy, institucionalmente frágil. Podemos
expresar esta situación como la de un inmenso conocimiento frente a una
profunda dificultad para utilizarlo con plena coherencia y eficacia para el bien
común.
En contraste y a causa de la gran escala del acervo de conocimientos científicos y técnicos, los principales actores de la economía y la política manejan solo pequeñas parcelas de él, haciendo abstracción del gran resto. Es así como las decisiones de política se toman sobre la base de una cada vez mayor simplificación de los escenarios socio-económicos; un procedimiento de consecuencias negativas mayores en la medida en que aquellas decisiones implican de manera crítica y constante, aspectos culturales y ambientales que los decisores no suelen tener en consideración. A esto se agrega el que, por defecto del modelo vigente de la economía, la evaluación de la calidad de las tecnologías empleadas y de la gestión de la producción se haga con indicadores que se acomodan mejor a los intereses privados que a los públicos. Y, finalmente, el escaso vigor de la institucionalidad social de control sobre las actividades de la economía y de la ciencia y la tecnología, facilita la tendencia a tomar decisiones desconsiderando aquellos aspectos culturales y ambientales de primera importancia. En esas condiciones, la aplicación de las decisiones puede que lleven a una ganancia privada, local y parcial, pero no al bien común, que es el objeto declarado de la política y de la economía.[1]
En los países en los que se hace
investigación científica y tecnológica se produce la mayor parte de la gran ola
de nuevos conocimientos, cuyas aplicaciones son más prontas y abundantes en el
horizonte visible que en los países en los que, por escasa visión prospectiva,
la investigación para la competitividad social y el desarrollo humano es
mínima, como en el Perú, donde se copia lo que se piensa y realiza en otros lugares.
La responsabilidad sobre esta impropia presencia
de nuestro país en el mundo, se corresponde con sus inferiores liderazgos
sociales y políticos y con la resultante precaria institucionalidad referida.

La investigación sobre cultivos y
alimentos es esencial para mejor satisfacer la primera de las necesidades humanas.[2]
La domesticación de plantas y animales permitió en los Andes hace diez mil años
el desarrollo de numerosas especies cuyas características morfológicas y
genéticas originales eran diferentes y de menor valor económico y alimentario
que las actuales. Antonio Brack refiere[3]
que existen en el Perú, “…25 mil especies de flora (10% del total mundial) de
las que más de 6 mil son endémicas. Es el 5° país con mayor número de especies
en el mundo y también uno de los primeros en el número de especies de plantas
de propiedades conocidas y utilizadas por la población (4400 especies).”
Bien se sabe que esta elevada
diversidad es tanto un don de la naturaleza cuanto el efecto de la intervención
humana perseverante para ampliarla y mejorarla. De 182 especies de plantas nativas domesticadas en el Perú, 127 son alimentarias.
Por otra parte, la gran variedad de microorganismos (bacterias, hongos,
protozoos y virus) que medran en los suelos, fuentes hídricas y fondos marinos,
ha sido muy escasamente investigada no obstante tener una importancia decisiva
en la diversidad territorial de fauna y flora. En lo referente a las especies
marinas, el biólogo Juan Tarazona, recientemente fallecido, ha referido que
solo conocemos el 10% de las especies
que habitan el mar peruano y su dinámica poblacional, con lo que el
horizonte de investigación científica es extraordinariamente amplio en este como
en todas las regiones del país en contraste crítico con el escaso respaldo que
consigue la investigación de parte del Estado.
Antes de que la ciencia iniciara, hace tres siglos y medio, la construcción de su gran edificio moderno, todas esas 182 plantas andinas y amazónicas del Perú ya estaban domesticadas. Y, en ese tramo de modernidad, y más precisamente en los últimos 150 años, la agricultura ha pasado por sucesivas etapas de innovación: mecanización en todas las fases del trabajo productivo; desarrollo químico de fertilizantes y pesticidas industriales; producción de semillas mejoradas en sus caracteres morfológicos y la más reciente ola biotecnológica. Además de las ciencias más estrechamente asociadas con estos desarrollos, la electrónica y la informática han estado crecientemente involucradas en servicios transversales indispensables. Hoy, las llamadas tecnociencias (biotecnologías, CRISPR y nanotecnologías) que son tecnologías intensivas en conocimientos científicos, están revolucionando más la actividad agrícola sin que en el Perú estemos debidamente preparados para aprovechar sus ofertas positivas y evitar sus riesgos.

El primer problema que se ve al analizar este escenario retador es el de que en nuestro país hay muy pocos especialistas en genética de plantas y, por lo tanto, no tenemos parte en el diálogo internacional sobre las prioridades de investigación ni sobre los beneficios y riesgos de esas tecnologías. Por eso, un componente de política esencial para el Perú, es el de promover y financiar la formación de un número crítico de especialistas de muy alto nivel en genética de plantas, embriología, edafología, microbiología, y de producción y gestión del agua. Mientras no se cuente con esas capacidades humanas, la agricultura y la alimentación nacionales serán una ecuación sin respuesta segura y permanente.
Los
conocimientos y la información científica son valores económicos (además de
culturales) que, si no se originan localmente deberán ser comprados a quienes los
producen, y esta concentración está en manos de países en los que las políticas
de investigación científica y la normatividad están orientadas a favorecerla.
En los países productores de tecnología, los productos de las investigaciones
se concentran en empresas transnacionales, por lo que las decisiones de
política de un país consumidor de esas tecnologías están, además de los
factores condicionantes que ya mencionamos, determinadas por los intereses de
empresas muy grandes que compiten con sus similares, que son muy pocas, por el
dominio de los mercados mundiales. Frente a la situación de oligopolio
internacional de la producción de alimentos con tecnologías modernas, coexiste
en relación precaria un universo paralelo, organizativa, legal y políticamente
menos poderoso que el anterior, pero con innumerablemente más productores
individuales y una decisiva importancia económica y social: la pequeña empresa
agrícola peruana.

En un artículo reciente[4]
Fernando Eguren destaca un aspecto particularmente importante para el escenario
agrícola peruano: “La FAO y el Banco Mundial descubren la importancia
estratégica de la agricultura familiar y de los conocimientos campesinos para
afrontar los objetivos globales: inseguridad alimentaria, crisis energética,
deterioro de los recursos naturales, impactos del cambio climático, pobreza
rural, etc.”, y se formula la pregunta sobre cómo ir más allá de las propuestas
minimalistas cuando nos referimos a la agricultura familiar.
La cuestión planteada tiene extrema
relevancia en nuestro país, en el que el
97% de las unidades agropecuarias son de agricultura familiar y el 100% de los
alimentos no enlatados que los peruanos consumimos nos lo provee ese sector
socio-económico[5].
Eguren considera acertadamente que “Las
sociedades deben apropiarse del inmenso poder innovador que está en marcha,
falto de lo cual este poder continuará siendo monopolizado por un reducido
número de empresas transnacionales... Hay prejuicio, desigual información,
intereses económicos concretos y opciones ideológicas entre quienes valoran más
la defensa de la naturaleza y quienes optan por la defensa de la racionalidad
instrumental…. Se requiere debate entre organizaciones, opinión pública y
tomadores de decisión”.
Dos aspectos de lo mencionado merecen comentario aparte. Por un lado, el conocimiento empírico de los agricultores y campesinos en un país culturalmente agrario como el nuestro y, a la vez, con escasez de factores agronómicos claves (escaso suelo de cultivo y escasa agua) debe ser tenido prioritariamente en cuenta en las decisiones de política, tanto porque constituyen una parte muy importante del acervo local de conocimiento, como porque en esa fuente de información y saber se halla la posibilidad efectiva de la apropiación de tecnologías modernas por parte de la amplísima población trabajadora del campo que nos asegura alimentación a todos. Y, tan importante como lo anterior, es el hecho de que esa población agraria, gracias a su posibilidad de apropiación de nuevo conocimiento, podría verse liberada del opresivo reducto histórico del que la República no la ha redimido.
Este complejo escenario solo puede
resolverse con mucha intención y esfuerzo por parte de la sociedad (especial,
aunque no únicamente, de sus universidades, institutos y organismos promotores
de desarrollo social) y las instancias pertinentes del Estado. Se requiere
respaldo a la investigación, normatividad específica, transferencia tecnológica
y capacitación. Este coloquio pretende ser parte de ese esfuerzo y esa visión.
Finalmente, deseo destacar que esta ha sido una convocatoria intencionalmente dirigida a jóvenes profesionales y estudiantes que están pensando en los grandes problemas que enfrenta el país y en las respuestas pertinentes que pueden dárseles desde las instituciones en que ellos actúan. Acaso, persistiendo en esa idea formativa, este coloquio sea solo el primero de una serie de encuentros dentro de un marco general de CIENCIA y SOCIEDAD, en el que la ciencia lejos de ser un conjunto de disciplinas esforzándose cada una por explicar, por separado, y con alta incertidumbre en sus conclusiones, el todo de un problema crítico nacional, sea más bien un coherente y eficaz entrelazamiento de visiones que lleven a que la sociedad y la naturaleza, es decir, la política, la economía, la ciencia y la tecnología, estén en inteligente diálogo entre sí en busca de las mejores respuestas.
*Benjamín Marticorena Castillo es Doctor en Física por la Universidad de Grenoble, Francia (1972; con Mención Muy Honorable y Felicitación), ex presidente de CONCYTEC y actual Jefe de la Oficina de Internacionalización de la Investigación de la PUCP.
Este artículo tiene su origen en una exposición que se
hizo en el coloquio "Horizonte Científico Tecnológico y la
Agricultura", realizado el 9 de marzo y organizado
por CEPES la UPCH y la PUCP
[1] Sobre esa base parcial y local de conocimientos, se toman
decisiones que afectan al conjunto de la sociedad, mal preparada para
comprenderlas y formarse una opinión sobre una base de información empírica suficiente
respecto a la pertinencia e impactos de las tecnologías empleadas, en los
plazos corto y largo.
[2] La investigación agraria y alimentaria se realiza en una gran diversidad
de disciplinas. Economía, Biología, Agronomía, Sociología y la Meteorología son
las más directamente implicadas, pero en modo alguno las únicas. Energía,
Hidráulica, Química, Mecánica, Antropología y el Derecho son indispensables.
[3] Brack Antonio, 2005, Fortalecimiento
de la competitividad en el uso de los recursos de la biodiversidad, pp 7 –
17, CONCYTEC
[4] Fernando Eguren, La Revista
Agraria, Dic 2016
[5] En alimentos marinos, igualmente, casi el 100% de lo que consumen
los peruanos viene de la recolección de los pescadores artesanales con sus pequeñas
embarcaciones.